Hace un par de años fui a visitar GIVERNY, uno de los primeros pueblos de Normandía que uno encuentra cuando viaja desde París y a buena distancia para ir y volver en el día. Allí se encuentra la deliciosa casa donde Monet, en medio del campo, creó un cuadro vivo, real, junto a su familia.

El lugar tiene magia. La vivienda es grande, soleada y está llena de obras de arte, rebosantes sus paredes de telas en las que relató su existencia. Cuando la visitas no tienes la sensación de estar en un memorial, si no de participar en la propia vida del artista.
En el interior, se encuentra al hombre, en su vida cotidiana. Se ve la cocina que pintó de amarillo intenso, en la que él mismo describió escenas familiares muy íntimas. En el piso bajo están las habitaciones más utilizadas en su vida diaria, con sus muros cubiertos con estampas japonesas cuya colección llegó a ser una obsesión y con cuadros de algunos de los pintores a los que admiró como Delacroix o de sus compañeros en el Impresionismo: Renoir, Cézanne.
Pero a pesar de la belleza indiscutible de la casa, la joya de Giverny es el jardín, cuidado hoy por una Asociación para la cultura, con el gusto y la misma entrega que lo hiciera #Monet.
Aquí pintó la colección de “Los nenúfares” que crecían en el lago de su jardín, en diferentes momentos del día y en distintas estaciones del año, hoy día expuestos en el Musée de l’Orangerie en París.
Al fondo del espacio en torno a la vivienda se encuentra el jardín japonés que el pintor diseñó con esmero y dedicación. Caminando por él, el visitante se encuentra, de repente, con el puente que pintó una y otra vez. Es una maravillosa sensación pasear y observar, por donde paseó y observó el gran maestro impresionista, el genio del color. Después uno siente que ha formado parte durante unos minutos de aquel momento mágico de la Historia de la pintura.
¡La coexistencia de la anécdota y la historia del arte hacen de esta visita una experiencia cautivante!