PARTE 1
Viajaba sola, detalle importante, pues creo que nunca me he sentido más observada en mi vida y dudo, seriamente, de serlo en el futuro. Una vez pagado el visado, la calle me esperaba. Me habían aconsejado, con buen criterio desde luego, regatear con el taxista pues, a la vista de mi aspecto de turistilla, iba a ser, de no hacerlo, pasto de los buitres.
Después de buen rato de tira y afloja, acordamos un precio que me pareció, con mis pocos elementos de juicio, eso sí, decente. El taxi era una joya del siglo pasado, cuando menos. Los asientos de skay se aislaban del cuerpo con una manta de pelo, que no se si daba más calor que el propio plástico. Al arrancar dudé seriamente de llegar a buen puerto sana y salva. El ruido y la vibración eran indescriptibles, encogiéndome el corazón a cada metro.
La calle era un hervidero de cláxones y ruidos ensordecedores. Los coches, los peatones, las bicicletas, las motos avanzaban en todas direcciones sin orden ni concierto. ¡Salir de aquel lío ilesa se me antojaba un milagro!
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