PARTE 1

Viajaba sola, detalle importante, pues creo que nunca me he sentido más observada en mi vida y dudo, seriamente, de serlo en el futuro. Una vez pagado el visado, la calle me esperaba. Me habían aconsejado, con buen criterio desde luego, regatear con el taxista pues, a la vista de mi aspecto de turistilla, iba a ser, de no hacerlo, pasto de los buitres.

Después de buen rato de tira y afloja, acordamos un precio que me pareció, con mis pocos elementos de juicio, eso sí, decente. El taxi era una joya del siglo pasado, cuando menos. Los asientos de skay se aislaban del cuerpo con una manta de pelo, que no se si daba más calor que el propio plástico. Al arrancar dudé seriamente de llegar a buen puerto sana y salva. El ruido y la vibración eran indescriptibles, encogiéndome el corazón a cada metro.

La calle era un hervidero de cláxones y ruidos ensordecedores. Los coches, los peatones, las bicicletas, las motos avanzaban en todas direcciones sin orden ni concierto. ¡Salir de aquel lío ilesa se me antojaba un milagro!

PARTE 2

Era Semana Santa para los cristianos, lo que significa que coincidía con la primavera. Sin embargo el calor comenzaba a apretar, sin ser todavía insoportable. El taxista me dice en egipcio algo que, puesto que en nada se parecía al árabe que yo estudiaba, no entendí.

Debía tener que ver con el camino a seguir para llegar a mi destino, cosa a la que, aunque hubiera entendido, tampoco habría sabido responder. A la vista de mi estúpida cara de “no tengo ni idea de lo que me estás contando” decidió elegir él mismo.

Así fue como emprendimos una ruta que, para mi sorpresa, atravesaba la ciudad de los muertos. Esto me lo explicó mi guía improvisado en inglés aunque tampoco me habría hecho falta.

Los coches circulaban entre las tumbas que, ocupadas por familias, constituían un barrio más del Cairo. El cementerio era residencia de gente que había elegido vivir y trabajar cerca de sus muertos, generalmente de linaje, o que habían sido expulsados del centro de la ciudad por diversas razones.

No me daba cuenta pero debía estar hablando o exclamando porque el taxista miraba por el retrovisor con su sonrisa desdentada, animado por el efecto que supuestamente estaban haciendo sus palabras en mí.

¡Hacía sólo unos minutos que había llegado a Egipto y ya tenía un montón de cosas que contar!

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